Cuento de buceo para Halloween: Underwater World - El Libro Negro.

Escrito por Yuliia Kliusa
10/11/2023 09:06:00 en Historias | 6 comentarios

La luna llena iluminaba el mar en calma. El Underwater World se mecía en las aguas tranquilas del Mediterráneo.

Martín Rivadavia estaba sentado frente a la pantalla del sonar, medio adormilado, la mirada vidriosa fija en las señales que emitía un localizador desde el fondo del mar. De pronto, una mano se posó en su hombro; sobresaltado, ladeó la cabeza, descubriendo a su compañera Sandra Soler.

La luna llena iluminaba el mar en calma. El Underwater World se mecía en las aguas tranquilas del Mediterráneo.

Martín Rivadavia estaba sentado frente a la pantalla del sonar, medio adormilado, la mirada vidriosa fija en las señales que emitía un localizador desde el fondo del mar. De pronto, una mano se posó en su hombro; sobresaltado, ladeó la cabeza, descubriendo a su compañera Sandra Soler.

—Te he pillado dormido.

—Nada de eso —repuso, sentándose recto en la silla—. No le pierdo ojo a la pantalla.

—¿Algo nuevo?

—Nada, el dispositivo solo detecta la presencia de escombros y plásticos. El mar es un enorme basurero —afirmó Martín, chasqueando la lengua.

—¿Y eso qué es? —preguntó Sandra, inclinándose sobre la pantalla.

—¡Por los clavos de Cristo! ¡Que me maten si eso no es el casco quebrado de un buque!

—Voy a llamar al cliente.

Sandra Soler, de treinta y tres años, rubia, alta y espigada, media melena lisa y preciosos ojos verdes, corrió en busca de Richard Laverton. El enigmático hombre albino y de aspecto cadavérico había alquilado el liveaboard y reclamado la presencia de dos expertos en submarinismo, todo ello a cambio de una importante suma de dinero que pagó por adelantado. Sandra bajó a la cubierta inferior. Un fuerte olor como a aguas corrompidas impregnaba el pasillo. Laverton salía en ese instante de su camarote, vestido como si de un predicador de la América profunda se tratara: traje negro de buena calidad, camisa blanca, corbata negra y sombrero del mismo color. Sandra dio un respingo, asustada, y habló con voz trémula:

—Señor, hemos dado con algo interesante. Quizá se trate del barco que busca.

—¡Por fin, después de todos estos años! —exclamó, frotándose las manos huesudas—. Acerté confiando en ustedes.

—Tendremos que esperar a que amanezca. Entonces yo o mi compañero nos enfundaremos los equipos de buceo y confirmaremos si lo que yace en el lecho marino, a setenta y cinco metros de profundidad, es el pecio.

—Lo es, sin duda alguna. Es el Tiberius. Se hundió en el año 1548 arrastrando consigo a ochocientos marineros y militares de una coalición cristiana tras entablar batalla naval contra los piratas turcos. Las crónicas cuentan que en el buque viajaba el duque Ottavio de Fidenza, un personaje acusado de brujería y nigromancia; según mis fuentes, él era el encargado de custodiar el Libro Negro, un grimorio —libro de conocimiento mágico— escrito en el año 1348 con sangre y encuadernado en piel por un monje loco, centrado en la magia negra y la descripción de exorcismos, aunque su principal intención es enseñar a invocar a los seis Espíritus Negros.

—No me diga que nos ha contratado para que encontremos un libro escrito hace siete siglos.

—Encontrarlo y subirlo a bordo.

—Eso no fue lo que usted acordó con mi hermano.

—El amable señor Soler, propietario de este fabuloso buque de investigación.

—Pensaba que se trataba de hacer un reportaje fotográfico del pecio hundido.

—Olvídese de las fotografías. Su misión consiste en hacer llegar el grimorio a mis manos. Mire, señorita, pagué el doble del precio de la tarifa estipulada por sus servicios, así que no me venga con quejas.

—¿Cree que el libro seguirá intacto allí abajo?

—Por supuesto, bien protegido dentro de un cofre de plata.

Sandra arqueó las cejas en señal de asombro. Respiró hondo y subió las escalerillas para salir a cubierta. Necesitaba llenarse los pulmones de aire fresco.

A las siete de la mañana, Martín Rivadavia, en camiseta y chanclas, preparaba el equipo de buceo. El argentino de Río Grande —provincia de Tierra del Fuego—, tenía un físico poderoso a sus cincuenta años, barba canosa y ojos color azabache. Sandra, vestida con un top negro y unos shorts que resaltaban su espléndida figura, miraba atentamente los movimientos de su compañero mientras daba buena cuenta de una barrita energética.

—Ya sé lo que estás pensando, pero vamos a hacer lo que acordamos: bajaré yo —dijo Martín.

—Como digas.

—¿En serio? ¿No te vas a poner a discutir?

—Para nada. Disfruta.

—¿Te encuentras bien? —Martín la miró con extrañeza.

—Casi no he dormido, tengo dolor de cabeza.

—Te conozco, hay algo más: suéltalo.

—No me gusta ese hombre.

—Vamos, Sandra, ese tío ha pagado una pasta a tu hermano.

—Ya te ha explicado lo que busca, ¿no?

—Sí, antes, mientras tú dormías o lo intentabas. ¿Qué te pasa? Bajaré, cogeré el maldito cofre si es que está dentro del pecio y regresaré. Volveremos a Barcelona, el tipo pálido nos dará una suculenta propina y nos correremos una buena juerga. Que me parta un rayo si no es un plan de puta madre.

Martín, buzo técnico que era capaz de descender a más de cuarenta metros de profundidad, se enfundó el traje y las manoplas de neopreno y cargó con el costoso equipo de más de sesenta kilos a la espalda. Un recirculador de circuito cerrado le permitiría bajar hasta los setenta y cinco metros. Hizo un gesto de “ok” y se sumergió. Sabía que en tan solo cinco minutos llegaría al pecio, pero el ascenso se le haría eterno: dos horas para que la compensación de presión fuese paulatina. Le vino a la mente su primera inmersión, de treinta minutos, en el mar Rojo. Recordó la sensación totalmente nueva de respirar por el regulador, el sonido de las burbujas. Y la paz, la sensación de calma. Se vio bajando a veinte metros, observando peces de colores increíbles, mantas moteadas y gran variedad de corales. Treinta y dos años después, era un experto, un reputado profesional, pero seguía disfrutando como el primer día del submarinismo.

Sumergido en el fondo del mar Mediterráneo yacía el Tiberius, de sesenta metros de eslora. La popa estaba intacta; la proa había desaparecido. De entre los tablones de madera asomaban los cañones. Martín creyó retroceder quinientos años en el tiempo. Con la piel de gallina, y no precisamente por el frío, cogió el cuchillo que llevaba en su cinturón para abrirse paso entre las redes de pesca enrolladas.

Mientras, en el Underwater World, un monitor mostraba la posición exacta de Martín. En la imagen de color verdoso se veía el interior del buque.

—¿Qué es eso? —gritó Sandra, levantándose de la butaca para acercarse aún más a la pantalla. Eran dos esqueletos, abrazados, atrapados en una amalgama de algas y otros restos óseos.

—¿Su compañero está en apuros? —preguntó Laverton sin inmutarse, fumando con desgana un cigarrillo. Tenía manchas amarillas de nicotina en las uñas y en los dedos.

—¿Quiere hacer el favor de dejar de fumar? ¡No está permitido en el barco, ya debería saberlo!

Laverton soltó una nube de humo y se carcajeó.

—Lo siento, señorita. —Apagó el cigarrillo y se acercó. Miró con sus ojos de rata al monitor—. Dígale que coja el cofre y que suba rápido.

—Todavía dispone de veinticinco minutos.

—Haga el favor. Si aprecia a su colega, dígale que se apresure.

El aliento del hombre olía a fétido, como a fruta podrida. Sandra hizo un mohín de asco y accionó el comunicador submarino.

—¡Martín! ¡Date prisa!

La voz de Sandra sonó atronadora en la máscara. Martín no contestó, bastante tenía con esquivar a los esqueletos que se balanceaban tétricamente a su alrededor. Un pez de afilados colmillos que jamás había visto en su vida pasó rozándole. «El cofre…, ¿dónde está el cofre?», se preguntó, iluminando con la linterna que tenía acoplada en la máscara una de las cubiertas para penetrar en ella. Tenía la sensación de estar adentrándose en el vientre de un monstruo submarino.

—¡Ahí! ¡Lo tiene frente a sus narices! ¡El libro! —aulló Laverton, clavando la afilada uña del dedo meñique en la pantalla.

—Aparte, no veo nada.

—¡Diga que lo coja! ¡Ya!

—¡Hágase a un lado, por lo que más quiera!

Laverton obedeció y buscó nervioso la pitillera de oro que escondía en el bolsillo interior de su americana. Sacó un cigarrillo y lo encendió.

—¡Martín! ¿Me oyes? ¡Martín!

La pantalla parpadeó en negro; luego se perdió la señal de imagen del monitor. Sandra, desesperada, pensó en ponerse el traje de buceo y sumergirse, pero era una locura: sin el equipo adecuado no podría descender más allá de los cuarenta metros. Tocaba esperar. Dos horas, dos interminables horas.

—Martín, no puedo verte. Si me oyes, sube lo más rápido que puedas. Suerte.

—La va a necesitar —dijo Laverton con el pitillo en la boca. Un hilo de baba amarilla se deslizaba por su barbilla.

Sandra torció el gesto, asqueada.

A setenta metros de profundidad, Martín, jugándose la vida, cargaba con el pesado cofre. Se repetía para sí mismo, como en un mantra, que debía salir a la superficie. «¡Arriba!», se decía una y otra vez, luchando contra una fuerza invisible que parecía frenarle.

En el buque de investigación, Sandra miraba con preocupación las nubes negras como el carbón que en cuestión de minutos habían cerrado el cielo. Soplaba un vendaval. El mar se encabritaba.

—Ya contaba con esto —habló Laverton con voz cavernosa.

—¿A qué se refiere? —inquirió Sandra.

—No lo entendería aunque se lo explicara, pero este cambio de tiempo no es casual.

El barco empezó a cabecear, moviéndose cada vez más. Un rayo rasgó las nubes y el ruido ensordecedor de un trueno explotó sobre sus cabezas. El Underwater World escoraba peligrosamente al enfrentarse a la tempestad.

—¡No aguantaremos! —soltó Sandra, caminando de un extremo a otro del puesto de mando.

—Lo haremos, señorita. No pienso marcharme de aquí sin el grimorio.

—¡Usted y ese maldito libro! ¡Nos va a costar la vida a todos!

—Quien trata de impedir que el Libro Negro salga a la superficie es poderoso, pero se enfrenta a un enemigo a la altura de sus poderes. Y el Mal siempre vence. — Los labios finos de Laverton dibujaron una sonrisa macabra.

—Creo que está rematadamente loco —apostilló Sandra, enfundándose un poncho cortaviento de fibra polar con capucha.

—¿Adónde va?

—Prefiero estar fuera, soportando la tempestad, que tenerlo cerca.

Una hora y media después, Martín apareció entre el fuerte oleaje. Sandra, atenta, le ayudó a subir el equipo a bordo y él salió del agua por la escalera de la plataforma de popa.

—¡El cofre! —gritó Laverton, haciéndose oír por encima de los truenos y el impresionante oleaje.

Martín extendió los brazos para dárselo, pero una ola gigante golpeó con fuerza el barco. Martín perdió el equilibrio y se precipitó sobre cubierta. El cofre cayó al mar.

—¡No! —rugió Laverton, los ojos enrojecidos y desorbitados, casi a punto de salir de las cuencas.

Antes de que Sandra pudiera impedirlo, el hombre se tiró de cabeza al mar, desapareciendo inmediatamente de su vista. Martín se incorporó; sangraba, tenía una ceja partida.

—Debemos ir a por él —dijo en busca del bote neumático de salvamento.

—¿Has perdido el juicio? —le sujetó Sandra—. ¡No podemos hacer nada, ya está muerto con este oleaje! ¡Las olas alcanzan los siete metros de altura!

Martín, la mirada febril, trató de romper el abrazo, pero ella se lo impidió.

—¡Maldita sea, hazme caso por una puta vez!

—Ese hombre…, el libro… —Martín sintió una súbita presión en el pecho. La vista se le nublaba—. Vamos dentro —dijo por fin—. Tu hermano me oirá nada más lleguemos a Barcelona. ¿Cómo se le ocurrió meternos en esto, acompañando a semejante pirado en su loca aventura?

—Yo también le diré un par de cosas que no le van a gustar —zanjó Sandra.

La tempestad desapareció como por arte de magia. Mientras Martín descansaba en el camarote, Sandra, sentada en el puesto de mando, contemplaba el horizonte despejado de nubes. El vuelo errático de una gaviota, tan lejos de la costa, le llamó la atención; el ave volaba bajo, casi rozando las aguas. Cogió los prismáticos y la siguió hasta que se precipitó sobre algo que se mantenía a flote.

—¿Qué demonios es eso? —se preguntó en voz alta.

Vislumbró un cuerpo flotando boca arriba, con el vientre grotescamente hinchado, las manos sujetando sobre el pecho un cofre que brillaba intensamente.

—No puede ser, es imposible. —Bajó los prismáticos unos segundos para desviar la mirada. Cuando volvió a mirar hacia el mismo punto, el cuerpo y el cofre habían desaparecido.

Justo entonces, la gaviota sobrevoló el Underwater World emitiendo una risa loca.

Jaume Ballester. 2020.

Breve reseña del autor:

Jaume Ballester (Badalona, 1971) empezó a escribir de niño, y a los veinte años ya había escrito más de diez libros, todos ellos aún inéditos. Inició su carrera literaria en el año 2015 con Paro, novela basada en testimonios de personas en desempleo. En el año 2019 publicó la antología de cuentos cortos El niño rata y otros cuentos macabros.

www.jaumeballester.blogspot.com

Comentarios

Comentarios de nuestros usuarios.
Manel 01 November 2020
Manel

Me ha gustado, pero se hace corto...creo que seria un buen punto de partida para un buen libro!!

Raquel 31 October 2020
Raquel

Inquietante!!

Ramon 30 October 2020
Ramon

Muy bueno. Engancha desde el principio

ANNA 30 October 2020
ANNA

¿Habrá más?

ANNA 30 October 2020
ANNA

Me ha gustado mucho. Muy de Halloween!

Yuliia 30 October 2020
Yuliia

Me encantó! Misterio, aventura y una pisca de terror.

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